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A medida que crecían, el destino de ambos hermanos también hubo de separarlos. Por razones laborales, Giovanni se quedó en Ragusa Superior, mientras Salvatore se instaló en Ibla.
La orfandad los templó para las durísimas condiciones imperantes en esas ciudades, de base agro cultural.
Antes de concluir sus estudios primarios, Giovanni comenzó a trabajar en tareas agrícolas vinculadas a la siembra y cosecha de trigo. Conocía a la perfección los misterios del alimento más antiguo del mundo. A las doradas espigas que habían curtido sus manos en tantas temporadas, empezó a transformarlas en la sémola proveniente del grano duro. Y, ya de joven, se armó de un molino rudimentario y artesanal para ese trabajo. Luego, se empeñaría en transformar esa misma sémola en el alimento indispensable del pueblo italiano: las pastas, en un esfuerzo por agregar valor a la materia prima. Todo el mundo lo conocía como Giuvanni “u’pastaru” o sea Juan “el que elabora fideos”.
Pero no poseía una fábrica. Apenas contaba con una gran piedra redonda con un agujero en el medio, atravesada por un cilindro perpendicular a la base que sostenía una barra horizontal. A las cinco de la mañana desparramaba sobre esa piedra cien kilogramos de sémola que, luego de mojarla, comenzaba a amasarla. Ante sus grandes manos, los gránulos de sémola se quedaban sin resistencia, por lo que terminaban por quedar integrados con el líquido elemento. Sus brazos alzaban la barra que, una y otra vez, sin cesar, caía pesadamente sobre la masa. Luego se encargaba de darle vuelta y plegarla para volver a castigarla con ese pesado hierro. No podía detenerse, ni perder un segundo, porque a las ocho en punto, el producto terminado debía estar en las góndolas de su pequeño negocio. Las mujeres sicilianas no dejan sus tareas para el último momento. Y, además, sabían muy bien que, si concurrían a comprar la pasta fresca después de las once, corrían el riesgo de no poder abastecerse.