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–Siempre hace eso cada vez que lo prendo –comentó Esteban.

–¿Se sirven un tecito? –les preguntó María del Carmen. Rojas se negó; el padre y Julia aceptaron. La detective la acompañó a la cocina: mirar a su colega encender un computador perezoso no era un espectáculo muy apasionante.

–Nos asustamos un poquito –le comentó la señora mientras ponía a hervir el agua–. Fíjese que Esteban cayó detenido en 1985, 1986, por ahí… y no se le ha olvidado. Lo pasamos mal en esa época.

–Las cosas han cambiado –respondió Julia con una sonrisa amistosa.

–No sé, pero usted se ve muy dije.

En ese momento se escuchó la chapa de la puerta de entrada e ingresó el antropólogo Rodrigo Castillo con aire preocupado. Saludó a su madre, que se adelantó a recibirlo, y luego a Julia.

–¿Qué pasa? –preguntó él.

–Buscábamos un computador. O hacerle un par de preguntas. O ambas. Bueno, pero por algún motivo caímos donde sus padres.

–¿Qué tiene que ver el computador?

Julia pensó su respuesta por un segundo antes de decir:

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