Читать книгу Esther, una mujer chilena онлайн

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Retomamos la marcha en silencio. La muerte de Ana no era tema de conversación entre nosotros. Yo hablaba a veces de ella con mi papá; Samuel probablemente no. A los hombres les cuesta hablar temas íntimos entre ellos. Prefieren conversar sobre otras personas o sobre asuntos ajenos a su mundo interior. A veces pasaba en la tarde por «el taller de José», como le decían en el barrio, me sentaba en un taburete, porque las sillas estaban ocupadas con herramientas, tarugos y potes de cola, y nos acompañábamos hasta la hora de cierre. Comentábamos las noticias, hacíamos planes para el futuro o hablábamos de Samuel que parecía estar resistiendo bien la partida de su madre. Mi padre no acostumbraba referirse a Ana por su nombre.

Subimos por Esperanza hasta Erasmo Escala, donde doblamos hacia la avenida Brasil, que nos recibió con la sombra de las palmeras que proyectaba la luna como una película en blanco y negro. Era la época en que estaba llegando el technicolor a Chile y la gente discutía sobre las ventajas y desventajas del color. Mi abuelo aseguraba que esa técnica mataría el cine y la fotografía. Como no había viento, las ramas de las palmeras eran filigranas inmóviles en los adoquines.

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