Читать книгу Esther, una mujer chilena онлайн

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El padre de Mireya fue por lo tanto el único varón de la fiesta. Su presencia era la garantía para los otros padres de que nada sucedería durante el festejo. De no haber estado, probablemente más de una no habría obtenido la autorización de asistir. Bailamos, bebimos y comimos en exceso. Hubo expresiones de amistad eterna, promesas de reencuentro y de no perdernos nunca de vista. También hubo declaraciones sobre la vida de las mujeres y la misión de mejorar el país.

Y en parte fue así, porque muchas fuimos profesionales que contribuimos a mejorar este país, que era un desastre en esa época, una calamidad de injusticia, de pobreza, de ignorancia y de maltrato a las mujeres. De ese curso salieron varias luchadoras que no andaban con cuentos, mujeres aguerridas que no les tenían miedo a los hombres.

Samuel me fue a buscar a las dos de la mañana. Acababa de cumplir quince años y consideró que su deber era escoltarme de regreso a casa. Yo estaba achispada y algo mareada. Primera vez que te veo así, me dijo entre risas. Caminamos hasta la pensión. Era verano, pero la noche estaba fría. Samuel había traído para mí un poncho café, liviano, con flecos, que a veces usaba el abuelo cuando se enojaba con los rusos comunistas y se volvía únicamente chileno, lo que sucedía regularmente. Nunca eran buenas las noticias de la madre patria. Afortunadamente llegaban con cuentagotas, porque se metía en una nube gris. Pasaba horas en un sillón de mimbre debajo del parrón, con el poncho café y una chupalla. A tiempo nos vinimos a esta tierra sin odios, era lo único que repetía cuando su mujer le pedía explicaciones, allá se volvieron locos.

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