Читать книгу Esther, una mujer chilena онлайн

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Los sábados se instalaba una feria en San Pablo, de Cumming hacia el poniente. Con lluvia o con 40 grados de calor, frau Berta partía temprano acompañada de Lina, que vivía en un cuartucho al fondo del caserón. A menudo yo las acompañaba para comprar cerezas, pepinos o brevas según la estación. Así regaloneaba a mi papá, que a veces se quedaba hasta tarde en el taller. Además de la fruta, siempre le tenía un pedazo de queso chanco, mortadela y una marraqueta, porque no le gustaban las hallullas.

Un día, Adler Kugler vino a invitarme al teatro y conversó con frau Berta y su esposo mientras esperaba que yo terminase de arreglarme. Ese día subimos en consideración y respeto. Dejamos de ser migrantes judíos que merecían el mismo trato que cualquier extranjero decente, para pasar a ser una familia vinculada a un herr Kugler, joven compatriota de ideas contundentes y categóricas, buen conocedor del idioma predilecto de los filósofos y pensadores de Europa, vale decir del mundo.

Kugler se entendía mejor con los adultos que con los muchachos de su edad. Se desenvolvía con mayor soltura disertando sobre Goethe que bailando swing. Prefería discutir de política o religión en un salón de té que beber cerveza en un bar. Yo era la única persona por quien estaba dispuesto a alterar sus costumbres, y fui la primera mujer que invitó a la casa de sus padres. Relájate Adler, los dos mil años del pueblo alemán no te están juzgando, le decía cuando había que despeinarse. Son muchos más de dos mil, Esther, muchos más, me contestaba corriendo para alcanzar un tranvía.

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