Читать книгу Esther, una mujer chilena онлайн

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Le perdí la pista cuando entré a estudiar Medicina. Me pregunto qué le habrá pasado durante la dictadura. Conociéndola como era, seguro que la pasó mal. No podía quedarse callada. Para ese entonces ya era presidente Juan Antonio Ríos, radical como Pedro Aguirre Cerda pero más conservador. Yo seguía viviendo en el barrio, pero nos habíamos mudado a una pensión. Pocos meses después de la muerte de Ana, abandonamos la casa. Ninguno de los tres quería permanecer en ella. Sin Ana, ese cascarón dejó de ser hogar; sin sus lecturas en voz alta, sin su risa, sin el aroma inconfundible de sus sopas exóticas y la fragancia tibia de los queques. Lloré mucho esos meses, pero rara vez delante de Samuel y de mi papá: los veía demasiado frágiles. Apenas tenía catorce años, pero me sentía más fuerte que ellos.

En la pensión, tratábamos de coincidir todos los días en el desayuno y en la cena para estar juntos. Había otros pensionistas, pero los tres nos sentábamos en una punta de la mesa para conversar entre nosotros. Samuel contaba peripecias de su colegio, yo trasmitía las últimas lecciones de mi profe de historia y mi papá nos describía una cómoda o un armario que estaba fabricando para un cliente de Recoleta o de Quillota. Cada uno a su manera trataba de inyectarle luz al espíritu de familia. El esfuerzo era generoso, pero no suficiente para recobrar la alegría que se nos había esfumado. Los gestos cotidianos y la rutina familiar contribuían a mantener cierta estabilidad en cada uno de nosotros, pero solo el transcurso del tiempo permite encontrar el punto de equilibrio entre la ausencia y la memoria.

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