Читать книгу Esther, una mujer chilena онлайн

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Hasta las sillas más simples le tomaban tiempo por esa meticulosidad que ponía en las terminaciones. Pero su verdadero placer eran las cajas y los cofres, que tallaba con un juego de cinceles, buriles y punzones que fue comprando poco a poco. Para los joyeros prefería el nogal, que según él acogía mejor las bisagras y el picaporte. Le encantaba repujar las maderas nativas, el raulí, el coigüe, y por supuesto el roble. Los cierres de metal también eran grabados, y en la tapa nunca faltaba un colibrí o una rama de olivo.

Alicia y María Eugenia, mis dos mejores amigas, todavía conservan la caja de madera que José (así le decían a mi padre) les regaló cuando terminamos la secundaria, cada una con su nombre. Esa semana también talló una que le encargamos un grupo de alumnas para la profesora de historia. ¿Cómo es ella?, me acuerdo que nos preguntó pensando en una pieza elegante, quizás en castaño con incrustaciones de nogal. Comunista, le respondió tajante Julia, una de las integrantes de la delegación. ¿Joven?, precisó él sin inmutarse. No, más de treinta años, le contestamos instantáneamente. No sé por qué decoró la caja con un nudo celta en lugar del rosetón que solía usar para esos pedidos.

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