Читать книгу Esther, una mujer chilena онлайн
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Debo reconocer que era todo un caballero. Siempre me acompañó hasta la puerta de la pensión cuando salíamos tarde del cine. Según él, mi barrio era peligroso en la noche. Ha aumentado la delincuencia en Santiago, me decía, tú eres muy inocente.
La violencia delincuencial no tiene parangón con la violencia política en este país, le contestaba yo recordando las célebres frases de mi profesora de Historia. En Chile es más peligroso ser un trabajador en huelga o un estudiante rebelde que un borracho perdido en las calles oscuras del centro.
Es verdad que a Santiago había llegado mucha gente que perdió su trabajo en las minas de salitre del norte. Era gente muy pobre y eran muchos. Pero no eran delincuentes ni se hicieron delincuentes a pesar de la desesperación, que era intolerable, porque eran muy pobres. No tenían para comer, ni agua potable, ni luz eléctrica. La hambruna fue feroz en esa época.
Yo no conocí esas penurias. La clientela de mi padre creció proporcionalmente a la fama que fue adquiriendo. Era considerado un buen mueblista, de restauración y de fabricación. Hacía su trabajo con gusto y eso se notaba en las terminaciones. Disfrutaba todo el proceso, desde la conversación inicial con el cliente para determinar el tipo de madera, el color del barniz, la cantidad de cajones y el tamaño del espejo en un vestidor. Hasta pedía conocer el espacio donde el cliente tenía proyectado colocar el mueble, para evitar contratiempos a la hora de instalarlo. Y cuando el armario era muy grande, les sugería que midiesen la puerta de acceso al recinto. Todo era importante, desde la ubicación de las ventanas hasta la altura del techo. Hacía cómodas, paragüeros, peinadoras, bibliotecas, todo a la medida del cliente y sujeto a su presupuesto.