Читать книгу Esther, una mujer chilena онлайн

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Me acuerdo que tenía miedo porque sentía que mi papá no lograría salir solo del hueco: no sabía ni estar triste solo. Cuando terminaba un mueble, lo primero que hacía era invitar a Ana al taller para mostrárselo. Los vendía, pero los hacía para enseñárselos a ella.

Con los años asumí esa función de darles razón de ser a sus muebles. Cuando quedaba satisfecho del resultado, no se lo entregaba al cliente antes de que yo lo viese. No necesitaba mi aprobación, pero el mueble no cobraba vida mientras yo no lo mirara.

Samuel también quedó totalmente desamparado. Tenía apenas trece años. En alguna parte de su cabeza de preadolescente confiaba en que yo encontraría la salida, probablemente porque era su hermana mayor, tal vez porque era mujer. Creo que me asignó la tarea de traer de vuelta la felicidad. Quizás es invento mío, pero creo que los dos esperaban eso de mí.

La pensión era un caserón viejo de dos pisos, limpio y ordenado, fresco en verano, pero frío las otras tres estaciones. Había siete habitaciones y dos baños, uno para las mujeres y otro para los hombres. En la mañana había que hacer fila, cada quien con su toalla, su jabón y su cepillo de dientes en la mano. Los meses de junio, julio y agosto, la espera era congelante a pesar de las batas gruesas, los calcetines chilotes y los gorros de lana los días más helados. No había calefacción en los pasillos y no todos los pensionistas tenían la misma consideración del tiempo prudente que se debe ocupar en el aseo personal.

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