Читать книгу Esther, una mujer chilena онлайн
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Los propietarios del caserón eran una pareja de ancianos austríacos, aunque quizás no eran tan viejos, pero yo aún estaba en el colegio cuando nos mudamos. Además del mantenimiento de los espacios comunes y el lavado de las sábanas, los austríacos preparaban almuerzo y cena para los que se anotaban. Al principio solo admitían inscripciones mensuales, luego fueron flexibilizando el reglamento y los pensionistas podían inscribirse por semana. El desayuno estaba incluido en la mensualidad. No estaba previsto que alguien se fuese sin desayunar. Frau Berta se levantaba de madrugada y lo primero que hacía era poner la tetera al fuego por si algún albergado debía salir más temprano que de costumbre. Los fines de semana había pan amasado, que ella misma horneaba. También las mermeladas eran caseras.
Tenían dos empleadas en la cocina, pero una de ellas perdió el derecho a servir la mesa después que partió un plato sopero de una vajilla alemana que frau Berta cuidaba como los hijos que no había tenido. No había imposiciones ni interdicciones religiosas. A nadie pareció molestarle que los ocupantes de las habitaciones que liberó una familia que se mudó al sur, fuésemos judíos. El tema de la guerra y los orígenes y afinidades de cada pensionista era tema prohibido en la mesa. Ahí éramos todos chilenos. Las referencias a las otras nacionalidades solo podían ser culinarias, climatológicas o relativas a la fauna y flora del país respectivo. Frau Berta preparaba dulce de membrillo o strudel de manzana con el mismo cariño.