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Dejando, pues, a un lado la opinión que a este respecto tuvo el filósofo
Epicuro y la de Zenón, quiero venir sumariamente a la veraz opinión de Aristóteles, y los demás peripatéticos. Como se ha dicho más arriba, de la divina bondad, en nosotros sembrada e infusa al principio de nuestra generación, nace un tallo, que los griegos llaman hormen, es decir, apetito del ánimo natural. Y del mismo modo que los sembrados cuando nacen se asemejan estando en los campos, y luego se van poco a poco desemejando, así este natural apetito que por la divina gracia surge, al principio muéstrase casi igual al que sólo por la Naturaleza demudamente viene, mas con el que tiene gran semejanza, como la hierbecilla de los diversos cereales. Y no sólo con los cereales, mas con los hombres y en las bestias tiene semejanza. Y esto demuestra que todo animal, apenas nacido, lo mismo el racional que el bruto, a sí mismo ama, y teme y huye de aquellas cosas que le son contrarias y las odia, procediendo luego como se ha dicho. Y comienza una desigualdad entre ellos en el proceder de este apetito, porque el uno lleva un camino, y el otro, otro. Como dice el apóstol: «Muchos corren al palio, mas uno sólo es el que lo coge»; así estos humanos apetitos por diversas calles parten del principio, y una sola calle, es la que a nuestra paz nos conduce. Y por eso, dejando a un lado a todos los demás con el Tratado, se adelante a lo que bien empieza.