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Con excepción quizá del almirante y de Mrs. Croft, que parecían muy unidos y felices (Ana no conocía otro caso, ni siquiera entre los matrimonios), no había habido dos corazones tan abiertos, dos gustos tan similares, más comunidad de sentimientos, ni figuras más recíprocamente amadas. Ahora eran dos extraños. No; peor que extraños, porque jamás podrían llegar a conocerse. Era un exilio perpetuo.

Cuando él hablaba, era la misma voz la que ella escuchaba, y adivinaba los mismos pensamientos. Había gran ignorancia de asuntos navales entre los asistentes a la reunión. Lo interrogaban mucho, especialmente las señoritas Musgrove -que no parecían tener ojos más que para él-, acerca de la vida a bordo, las órdenes diarias, la comida, los horarios, etcétera, y la sorpresa ante sus relatos, al escuchar el nivel de comodidades que podía obtenerse, daban a la voz de él cierto lejano y agradable tono burlón, que recordaba a Ana los lejanos días cuando ella también era ignorante y suponía que los marineros vivían a bordo sin nada que comer, sin cocina para abastecerse, criados que aguardasen órdenes ni cubiertos que usar.

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