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Ana no deseaba más aquellos discursos y aquellas miradas. Su fría cortesía, su ceremoniosa gracia, eran peores que cualquier otra cosa.

CAPITULO IX

El capitán Wentworth había llegado a Kellynch como a su propia casa, para permanecer allí tanto como desease, siendo patente que era el objeto de la fraternal amistad del almirante y de su esposa. Su primera intención al llegar había sido hacer una corta estadía y luego encaminarse sin demora a Shropshire a visitar a su hermano, establecido en aquel condado; pero los atractivos de Uppercross lo indujeron a posponer la idea. Había demasiado halago, demasiado calor amistoso, algo que realmente encantaba en aquella recepción; los viejos eran muy hospitalarios; los jóvenes, muy agradables; y así, pues, no podía decidirse a dejar aquel lugar, y aceptaba sin discusión los encantos de la esposa de Eduardo.

Uppercross ocupó pronto todos sus días. Difícil era decir quién tenía más prisa: él por aceptar la invitación o los Musgrove por hacerla. Por las mañanas en particular iba allí, porque no tenía compañía, puesto que el matrimonio Croft pasaba fuera las primeras horas del día, recorriendo sus nuevas posesiones, sus llanuras de pasto, sus ovejas, pasando el tiempo en una forma que se comprendía incompatible con la presencia de una tercera persona. A veces también recorrían el campo en un birlocho que habían adquirido no hacía mucho.

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