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Se despidió de sus amigos y de nuevo partió por el camino de ladrillos amarillos. Cuando hubo andado varios kilómetros pensó que debía detenerse a descansar, de modo que trepó a lo alto de la cerca que corría a la vera del camino y allí se sentó. Más allá de la valla se extendía un gran sembrado de maíz, y no muy lejos de donde se hallaba ella vio a un espantapájaros colocado sobre un poste a fin de mantener alejadas a las aves que querían comerse el grano maduro.

Apoyando la barbilla en la mano, la niña miró con interés al espantapájaros, observando que su cabeza era un saco pequeño relleno de paja, con ojos, nariz y boca pintados para representar la cara. Un viejo sombrero cónico, sin duda de algún Munchkin, descansaba sobre su cabeza, y el resto de su figura lo constituía un traje azul claro, viejo y descolorido, al que también habían rellenado de paja. Por pies tenía un par de viejas botas con adornos celestes, tal como las que usaban todos los hombres de la región, y todo el muñeco se elevaba por sobre el sembrado gracias al palo que le atravesaba la espalda.

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