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Mientras Dorothy miraba con gran interés la extraña cara pintada del espantapájaros, se sorprendió al ver que uno de los ojos le hacía un lento guiño. Al principio creyó haberse equivocado, pues ningún espantapájaros de Kansas puede hacer guiñadas, pero a poco el muñeco la saludó amistosamente con un movimiento de cabeza. La niña descendió entonces de la cerca y fue hacia él, mientras que Toto daba vueltas alrededor del poste ladrando sin cesar.

—Buenos días —dijo el Espantapájaros con voz algo ronca.

—¿Hablaste? —preguntó la niña, muy extrañada.

—Claro. ¿Cómo estás?

—Muy bien, gracias —repuso cortésmente Dorothy—. ¿Y cómo estás tú?

—No muy bien —sonrió el Espantapájaros—; es muy aburrido estar colgado aquí noche y día para espantar a los pájaros.

—¿No puedes bajar?

—No, porque tengo el poste metido en la espalda. Si me hicieras el favor de sacar esta madera, te lo agradeceré muchísimo.

Dorothy levantó los brazos y retiró el muñeco del poste, pues, como estaba relleno de paja, no pesaba casi nada.

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