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—¿Engañando? —exclamó Dorothy—. ¿Acaso no eres un Gran Mago?

—Más bajo, querida —pidió él—. Si hablas tan alto te oirán, y eso me arruinaría. Todos suponen que soy un Gran Mago.

—¿Y no lo eres? —preguntó ella.

—En absoluto, queridita. No soy más que un hombre común.

—Eres más que eso —declaró el Espantapájaros en tono quejoso—. Eres un farsante.

—¡Exacto! —reconoció el hombrecillo, restregándose las manos como si aquello le complaciera—. Soy un farsante.

—¡Pero esto es terrible! —intervino el Leñador—. ¿Cómo voy a conseguir mi corazón?

—¿Y yo mi valor? —dijo el León.

—¿Y yo mi cerebro? —gimió el Espantapájaros, enjugándose las lágrimas con la manga.

—Queridos amigos, les ruego que no hablen de esas cosas sin importancia —pidió Oz— Piensen en mí y en el terrible aprieto en que me encuentro ahora que me han descubierto.

—¿Nadie más sabe que eres un farsante? —preguntó Dorothy.

—Nadie lo sabe, excepto ustedes cuatro... y yo —respondió Oz—. He engañado a todos durante tanto tiempo que creí que jamás me descubrirían. Fue un error muy grave eso de haberles permitido entrar en el Salón del Trono. Por lo general no suelo ver siquiera a mis vasallos, y por eso creen que soy algo terrible.

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