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Libre del principal foco de insurgencias nobiliarias de la época, sin guerras a la vista con León y con una tregua que la regente renovaba periódicamente con el califa almohade Yusuf II (1197-1224), en Castilla transcurrieron tiempos de bonanza. Fue un período signado por la pacificación y recuperación interior, el sometimiento de los nobles y el fortalecimiento de la autoridad regia, todo eso tendiente a crear un reino próspero, fuerte, unido bajo las órdenes del monarca. O, mejor dicho, de la sagaz Reina Madre.

Entretanto surgió otro asunto que atender. A sus diecisiete años, el casto Fernando mostraba síntomas de querer satisfacer sus urgencias masculinas. Era casi un hombre y, además, en menos de dos años asumiría la propiedad de su corona.

El rey de Castilla necesitaba una reina.

Y Berenguela la Grande fue la encargada de buscar la pieza que ocupara ese sitio en el tablero.

Una princesa germana para Fernando

La Reina Madre entendía que la elegida debía ser del mismo rango y tan virgen como su hijo. Y para mantener el honor del rey, solo consideró la posibilidad de un matrimonio legítimo que evitara la nulidad papal por razones de parentesco. No iba a exponerlo a repetir su infeliz experiencia.

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