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Una verdadera joya para la corona de Castilla. Joya con veinte años de edad que doña Berenguela se apuró a evitar que le arrebataran a su hijo. Entre 1218 y 1219, la Reina Madre envió embajadas a la corte de Suabia que sellaron con Federico II el compromiso nupcial. Y hacia mediados de noviembre de 1219 Beatriz llegó a Castilla. Un reino muy lejano de su hogar, donde –tal como le había vaticinado una gitana– la esperaba un monarca hispano.

Boda real en Castilla

La boda se realizaría el 30 de noviembre de 1219. Como parte de esta, antes el novio debió cumplir con un ritual: ingresar en la Orden de Caballería, es decir, armarse caballero de la cristiandad latina. Sin embargo, faltaba el encargado de otorgar esa dignidad, pues debía ser varón con título superior al aspirante. Y no había en Castilla nadie por encima del prometido, quien era el mismísimo rey.

Fernando III decidió entonces armarse personalmente. Al atardecer del 27 de noviembre de 1219 se dirigió solo al monasterio de Santa María la Real de las Huelgas. Allí, y como lo hacía cualquier aspirante, debió velar junto a sus armas durante toda la noche. Por la mañana, llegaron doña Berenguela y Beatriz para asistir a la ceremonia solemne. Con ellas venía el obispo de Burgos, don Mauricio, que se encargó de bendecir las armas que reposaban sobre el altar. Después, el rey se arrodilló frente a una imagen del apóstol Santiago que, movida por un resorte, le dio el espaldarazo que le hubiera correspondido dar al superior que no existía. El joven monarca tomó su espada y la ciñó. Se dirigió a su madre, quien según el ritual le quitó el cinturón y el arma: pese a ser mujer, como primera heredera del trono y reina le concedieron el honor de desceñir la espada del rey.

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