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A lo largo de su existencia, el que acababa de llegar al mundo ¿tendría capacidad de mutar y un espíritu fogoso? ¿Poseería sapiencia trascendental y temple de guerrero? Solo el futuro iba a dar las respuestas.

Por lo pronto, en esos primeros momentos de vida, seguramente la partera constató el buen estado del crío y después de darle un primer baño en agua caliente, aromática, vivificadora, lo cubrió con un vestido empapado en aceite. Recién entonces, arropado en un paño blanco, se lo entregó a doña Berenguela, quien lo recibió como un trofeo y luego lo depositó en brazos de su hijo. En la cama, la reina Beatriz quizá descansaba del agobio bebiendo un reconstituyente caldo de gallina engordado con miga de pan. El pequeño lloriqueaba en reclamo de una teta.

Ese reclamo acaso no impedía que los pensamientos de doña Berenguela, los de su hijo y los de la nuera se fugaran a otros tiempos y lugares. Cada quien recordaba cómo la vida se había entramado hasta llegar a ese martes de otoño casi invierno en el Alcázar de Toledo.

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