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Celestino III no había autorizado este nuevo enlace, aunque tampoco se opuso. Pero falleció en 1198 y fue sucedido por Inocencio III. Un papa inflexible con los matrimonios entre parientes. En abril de ese mismo año ordenó a los reyes de Castilla y de León deshacer la unión por considerarla ilícita. Si no acataban, ambos soberanos serían excomulgados y en sus reinos se prohibiría celebrar los sacramentos, los oficios eclesiásticos y sepultar a los fieles.

El conflicto se volvió un ir y venir de misivas entre los reinos y la Santa Sede. Ir y venir que de 1201 a 1204 dio tiempo suficiente para que la reina Berenguela y el rey Alfonso IX tuvieran cinco hijos e hijas.

Al primer varón lo llamaron Fernando.

El intrincado acceso a la corona

La reina Berenguela se vio en una encrucijada. ¿Apostaba a su matrimonio o le aseguraba la indulgencia pontificia a su tierra natal? Priorizó lo político. Y en 1204 resolvió separarse de su marido para volver a Burgos, llevándose a Fernando y a sus otros hijos a la capital castellana. Para aceptar la separación, su esposo impuso una condición a la que ella accedió: el primogénito que el leonés había tenido con Teresa de Portugal –también llamado Fernando– quedaba como heredero de su reino. Se reabría así la grieta que el malogrado matrimonio había cicatrizado. Y eso iba a traer consecuencias para Berenguela.

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