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Actualmente, un purificador de aire que minimizaba ácaros y polvo presidía el loft, en pleno centro del ensanche izquierdo de Barcelona donde residía Pascual Vila. Su decepción con las mujeres le había conducido a aceptar una vida que compartiría únicamente con su trabajo de asistente del fiscal, aquel que su amigo Raimon Carbonell le había brindado la oportunidad de desempeñar, y por el que siempre le estaría agradecido.

Una mesa acristalada de un palmo de altura sobre la que reposaba un bonsái, separaba las butacas en las que esperaban Carbonell y su asistente. El suelo enmoquetado cubría todas las estancias separadas por cristaleras que formaban diferentes despachos en los que trabajaban los pasantes. El resto de las paredes eran de madera clara, iluminadas por ojos de buey y alguna bombilla halógena, cuyo cable estaba constituido por una cuerda de amarrar barcos. «Es decoración moderna», había dicho la recepcionista del espray.

Por el pasillo en el que desembocaban los despachos apareció el señor Albert Folch con gafas de pasta, traje azul oscuro y corbata color calabaza con dibujos negros en forma de pequeñas notas musicales.

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