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—Para mi gusto ya huele suficiente, collons.

Desde pequeño, Pascual Vila había sufrido problemas de alergias que le provocaban escozor en la nariz y los pómulos, motivo por el cual siempre los tenía ligeramente rosáceos. Ello fue la semilla en la que germinaron las chanzas de los otros niños en el instituto, que eran más avispados para los motes que para los estudios. Sin duda, el problema dermatológico de Vila, unido a su descuidado físico, eran factores divisores a la hora de relacionarse con chicas.

Con diecisiete años conoció a Rita —apócope de Margarita—, una chica que vivía en la casa de enfrente y con la cual había compartido vecindario durante años. Los juegos en la calle y los paseos con los perros los habían unido hasta el punto que Vila se armó de coraje para pedirle una cita. No se refería a un encuentro casual, como los que se daban por el simple hecho de ser vecinos, sino ir a tomar un refresco al pueblo de al lado, mientras compartían secretos y risas, lejos de las miradas curiosas de los vecinos. Rita, quizás llevada por la empatía, aceptó a verse con él ese fin de semana y quedaron directamente en el bar situado al otro extremo del barrio, colindante con el pueblo vecino. Vila nunca había sido un chico interesado por la moda y las tendencias, así que pidió consejo a su madre para que le ayudara a elegir ropa, de entre la poca que colgaba en su armario. Se peinó con entusiasmo y vertió unas gotas del perfume de su padre en el cuello antes de salir de casa. Llegó al bar con quince minutos de antelación y miró su reflejo en la ventanilla de un coche, dándose un último aprobado. Una hora después sabía que Rita no iba a venir. «Quizás le ha ocurrido algo —se mintió—. Quizás se ha arrepentido». Con la desilusión cayéndole como un aguacero, volvió a verse reflejado en la ventanilla del coche, pero vio a una persona distinta. Emprendió el camino de vuelta a casa y al llegar, en la otra acera, vio la luz de la habitación de Rita encendida. Nunca más volvió a saber de ella.

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