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El trayecto transcurrió en un incómodo silencio, tan solo interrumpido por el sonido de los limpiaparabrisas, a los cuales la lluvia les había dado una pequeña tregua, permitiéndoles aminorar la frecuencia de barrido. Melissa percibía que su madre había quedado sumida en un océano de dudas en el cual naufragaba a la hora de encontrar respuestas. No sabía si su hija la habría visto acostándose con otro hombre que no era su padre. Que no era su esposo. Tampoco podía preguntárselo. No había forma material de elucubrar una pregunta que no fuese más comprometedora que la propia respuesta. Debía aceptar que todos los caminos que la conducían a esclarecer lo que había visto su hija estaban enzarzados. Ahora debía decidir cuánto estaba dispuesta a desgarrarse.

El sonido del claxon del coche de atrás le advirtió de que el semáforo había cambiado a verde.

Melissa dio un pequeño respingo en su asiento al escucharlo. Sintió el sonido de sus tripas removiéndose, pero no tenía hambre; tal vez fuera asco. Observaba con desdén las gotas de agua deslizándose por la luna del coche, en un serpenteo que le recordaba a los renacuajos de la charca. Quería ser uno de ellos, con tal de que su única preocupación fuese menearse por el agua mediante achispados coletazos, y no tener en su cabeza aquella imagen de su madre que le oprimía el estómago.

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