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Aquella tarde no habría entrenamiento.

Las nubes no parecían prestas a escampar y Melissa decidió abrir el paraguas y caminar hasta la casa del gnomo. Allí al menos podría apresurar a su madre con la visita de sus clientes y volver pronto a casa. De paso, por fin vería al gnomo en persona.

Los diez minutos de trayecto transcurrieron con un ensordecedor ruido de lluvia impactando contra el plástico del paraguas. El material transparente y la forma cóncava otorgaban una sonoridad excelente a quien lo sostenía. Apenas permitía escuchar el motor de los coches o el retumbar de los truenos. Melissa asía el mango mientras caminaba mirando con desazón sus zapatillas nuevas, esforzándose por no sumergirlas en algún charco oculto. A su espalda colgaba empapada la mochila con la ropa para cambiarse tras el entrenamiento. La violencia del viento abanicaba ráfagas de agua que hacían imposible mantenerla seca, y empezó a notar cómo le calaba la espalda.

La casa hacía esquina y estaba cercada por un pequeño muro de un metro de altura, detrás del cual sobresalían unos arbustos que ofrecían frutos en forma de pequeñas piñas verdes. Melissa era la primera vez que acudía personalmente, pero la reconocía perfectamente de las fotografías. Rodeó el muro con tal de encontrar la puerta de acceso. Vio el monovolumen blanco de su madre aparcado en la puerta y tiró de la manija para comprobar si estaba abierto.

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