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Melissa se apeó del coche tras recibir un beso en la mejilla y corrió hasta la puerta intentando burlar las enormes gotas de agua que caían desde el cielo. Bajo el cobertizo que daba acceso al pabellón se despidió de su madre meneando la mano y vio cómo el monovolumen se perdía entre el tráfico.

Frotaba enérgicamente la suela de sus Jordan con la alfombrilla de la entrada. Alzaba el cuello, observando una larga escalera, en cuyo punto más alto un operario con chaleco reflectante alumbraba con una linterna una enorme gotera, que caía como una cascada desde el techo. Un barreño colocado en el suelo desbordaba regueros de agua que buscaban lugares que humedecer. La sala de descanso y la cafetería únicamente estaban alumbradas por las pantallas de los teléfonos móviles de quienes esperaban a que volviera la luz. Melissa anduvo por el pabellón de deportes a zancadas, sorteando los riachuelos, hasta llegar a unos amplios ventanales desde los cuales podía divisar la cancha de baloncesto, tenuemente iluminada por la escasa luz natural que dejaban pasar las placas de uralita. Vio a su entrenador con un balón encajado entre la cintura y el antebrazo, dando pequeños golpes con la punta del pie al parqué abombado. Como quien examina la presión de las ruedas de un coche nuevo. Observó a Melissa tras los cristales y le dirigió un gesto de incredulidad, encogiendo los hombros y señalando el entarimado de madera. «Será imposible domar el bote del balón en un suelo marcado por el libre albedrío», parecía decir.

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