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Finalmente, no fueron necesarios más intentos que el anunciado, por suerte para aquellos pasajeros que no simpatizaban con los aviones. No era el caso de Melissa que, a sus diecinueve años, ya había visitado nueve países diferentes, incluidos tres continentes. La pasión por viajar de sus padres la había acostumbrado a tomar vuelos con frecuencia. Incluso ella misma —se decía— se veía capaz de completar la mecánica coreografía que realizaban los asistentes de cabina para informar de las medidas de seguridad del avión.

«Este Boeing 747 dispone de ocho salidas de emergencia. Cuatro en los extremos del avión y cuatro sobre las alas. En caso de pérdida de presión en cabina, de los compartimentos superiores de su asiento se desprenderán mascarillas de oxígeno. Tiren fuerte de ellas para abrir el paso del oxígeno», etcétera.

Sin embargo, este viaje iba a ser diferente al resto. Era el primero en que embarcaba ella sola. Acomodada en su asiento al lado de la ventanilla, durante todo el viaje vio pasar las nubes que la transportarían a la nueva vida que estaba a punto de emprender. Aquella que había elegido meses atrás con la ilusión de que la hiciera madurar, robustecer un carácter tallado con dulzura y, sobre todo, con la esperanza de desvanecer ese recuerdo que se le agolpaba recurrente en su permeable pensamiento. Aquella experiencia se le instalaba osada en su mente, sin atender a razones ni momentos, sacudiéndola desde dentro y convirtiendo su tranquilidad en la arenilla que baila dentro de un sonajero zarandeado por un niño. Melissa no quería recordar, pero las imágenes se le arrojaban insolentes de nuevo en su mente.

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