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Cerrado.

La puerta de acceso al jardín era negra, adornada por una roseta y barrotes retorcidos con macollas de adorno. Estaba entreabierta un palmo. Melissa pensó que era el momento adecuado para, por fin, poder ver al gnomo. Y quién sabe si percibir esa sensación inexplicable, del más allá, que abraza y evade a los futuros compradores, de la que tanto habla su madre.

La puerta emitió un ligero chirrido al abrirse, franqueando el paso a un suelo enlosado que formaba un camino flanqueado con hierba verde, que dirigía a la puerta principal. A Melissa le sorprendió no ver el cartel de «SE VENDE» que había visto en otras casas a las que había ido con su madre. No le dio más importancia y se internó a la búsqueda del pequeño ser fantástico.

El jardín rodeaba la casa, haciéndose más ancho por la cara norte, y Melissa pisó la hierba esponjosa para adentrarse en esa zona.

Allí estaba.

Sonriendo bajo una espesa y larga barba, supuestamente blanca. De no más de medio metro de altura, tenía un gorro en forma de cono que se le doblaba por la mitad y unas gafas redondas, minúsculas, apoyadas en la punta de la nariz. Vestía un chaleco que dejaba al descubierto la pequeña panza, por debajo de la cual salía un chorro de agua constante que caía en una charca rodeada de losas, en la que habitaban un buen número de renacuajos. Melissa se acercó a mirarlos, revoloteaban sin rumbo aparente, chocando entre ellos. Le fascinaba saber que aquellos seres se convertirían algún día en ranas.

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