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¿Debía decirle a su padre lo que había visto?

Y si lo hacía, ¿supondría la ruptura de su familia?

¿Concernía a una niña de su edad tomar esa decisión?

El cuerpo de Melissa se balanceó al tomar el vehículo una curva. Trató de mirar a su madre sin que ella se percatase. Una mirada furtiva con la esperanza de encontrar un halo de luz en forma de respuesta. Al fin y al cabo, las madres tenían siempre todas las respuestas.

Giró ligeramente la cabeza, como si no quisiera hacer ruido al hacerlo, y tras el perfil recortado de su madre, unos enormes faros hacían añicos la ventanilla.

Blanco.

Sintió la boca húmeda. Encharcada. De un líquido viscoso y dulce. Le apetecía escupir, pero sus músculos faciales no respondieron. Notaba deslizársele otro reguero pegajoso por el oído hasta acariciar de forma acaramelada la yugular. No podía moverse y un dolor punzante, insoportable, que le recorrió de pies a cabeza, le advirtió de que no lo hiciera. Solo percibía algo de visión por un ojo. Borrosa, entelada, pero lo suficientemente definida para distinguir que sobre su cabeza no estaba el cielo. Para observar los cientos de cristales clavados en el rostro ensangrentado de su madre.

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