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Advirtió voces sin llegar a entender qué decían. No eran más que un balbuceo extraño a su alrededor. Luchó ferozmente por vencer el peso de su cabeza hacia un lado y observó varios contornos blancos, quizás tres, que rodeaban una camilla situada a un par de metros. Uno de ellos cogió una sábana blanca y cubrió por completo el cuerpo de su madre.

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El brusco sonido de las ruedas del avión golpeando contra el asfalto sacudió los recuerdos de Melissa, devolviéndola al presente. Su decisión había sido macerada durante meses y no exenta de dificultad. Suponía dejar su ciudad de origen que tanto amaba, renunciar a las risas con sus amigos y, sobre todo, separarse de su mejor amiga Alexia, quien, entre lágrimas, aceptó la decisión antes de fundirse en un abrazo infinito.

El inicio del segundo curso del graduado en Filosofía en una nueva universidad, una nueva ciudad y con nuevos compañeros pretendía ser el bote que la salvara de las noches ahogada en remordimientos; en pesadillas recurrentes que le hacían saltar de la cama con el pecho oprimido como un albaricoque apresado en un cascanueces. Aquella imagen agarrada a la ventana de la casa del gnomo se la había quedado para sí, guardada en la caja fuerte de su interior más recóndito, donde su padre jamás podría encontrarla.

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