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—Disculpe la espera, señor fiscal. No sabía que teníamos cita.

Vila se levantó torpemente de la butaca y con la nariz roja tendió la mano al abogado. Carbonell se abrochó el botón de la americana y con gesto afable imitó el gesto.

—No la teníamos. Pido disculpas por la emboscada.

—En absoluto, no se preocupe —contestó Folch—. Acompáñenme, por favor.

El pasillo conducía a un despacho amplio con una gran mesa central de cristal translúcido apoyada sobre cuatro patas doradas en forma de ese. La decoración era minimalista y únicamente un ficus y un pequeño archivador regentaban la sala. La pared del fondo era completamente acristalada y ofrecía una panorámica envidiable de la ciudad de Barcelona, con la Torre de las Glorias en su eje central.

Con gesto diligente, Folch señaló las dos butacas situadas frente a él, invitando a su inesperada visita a sentarse.

—Ustedes dirán.

—Supongo que usted ya estará al corriente de la nueva política que se pretende instaurar en el Gobierno autonómico —empezó Carbonell, cruzando las piernas—. Los derechos sociales serán a partir de ahora la columna vertebral sobre la que se ramifiquen otros derechos, como la igualdad, la segunda oportunidad o la integración social, no solo en el consistorio, sino a nivel autonómico y nacional.

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