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La expresión en el rostro de la niña sería imposible de ser fielmente captada por el mejor retratista. Cerró fuerte los ojos y echó a correr hasta la entrada de la casa, lejos de aquella imagen que le ardía en los ojos. Se abrazó las rodillas, sentada en el borde de la acera, tratando de que el paraguas no la resguardase de la lluvia. Las gotas se mezclaban con las lágrimas que caían por sus mejillas, haciendo imposible diferenciar unas de otras.

—¿Me-Melissa? —tartamudeó su madre.

La niña no se giró al escuchar la voz de su madre. Esta vez el tono le sonó diferente a como lo había percibido dos horas antes. No quería mirarla a la cara. O no sabía si quería. Deseaba con todas sus fuerzas que el paraguas transparente adquiriese el don de la invisibilidad. O con algún tipo de poder que repeliese la desagradable sensación que le invadía. Semejante a los que usaban en Kingsman, capaces de repeler las balas.

—Cariño, ¿qué haces aquí? —repitió la madre.

Melissa murmuró algo ininteligible y se dirigió a la puerta del copiloto, dándole a entender a su madre que quería subir. Los cuatro intermitentes del monovolumen parpadearon a la vez emitiendo un pequeño sonido. Sentada en el asiento delantero, sentía la mirada confusa de su madre a través de la ventanilla del conductor.

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