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La lluvia arreciaba sobre la luna delantera del monovolumen sin otorgar descanso a los limpiaparabrisas, que se esforzaban por sacudir el agua y permitir un mínimo de visibilidad. Las luces de los semáforos se desdibujaban en lágrimas de colores rojos, naranjas y verdes sobre el cristal del coche. Los relámpagos fotografiaban la ciudad en unas instantáneas imposibles de ser reveladas. El fuerte repicar de las gotas sobre el metal insonorizaba el tictac del intermitente, mientras Melissa miraba con preocupación sus zapatillas por habérselas mojado en el corto trayecto hasta la entrada del garaje.

—Hoy debo mostrar de nuevo la casa del gnomo. Esta vez es una pareja joven. Él ha recibido una herencia y quieren invertirla en un hogar.

Su madre era agente inmobiliario. Hacía varios meses que enseñaba aquella casa que, inexplicablemente, se resistía a ser vendida. Como si el jardín que le daba acceso sumergiera a los posibles compradores en una oscura tercera dimensión que los hechizara con dudas irresolubles. La llamaban «la casa del gnomo» porque en el centro del jardín la figura de un gnomo de piedra hacía pis sobre un pequeño estanque semicircular en el que nadaban renacuajos. De algún modo, recordaba a la estatua del Manneken Pis de Bruselas, pero sin turistas fotografiando impunes el pene a un niño pequeño. A Melissa le hizo gracia ver el gnomo en las fotografías que su madre usaba para comercializar el inmueble y lo apodó.

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