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Melissa se señaló a sí misma con el dedo, confusa, y se dirigió a él.
—Melissa, me han sorprendido gratamente tus aportaciones en clase —dijo el profesor.
Los escasos cincuenta centímetros que separaban a la alumna del profesor hacían patente la descuidada barba de este, que, unida al mechón rizado que caía por su frente y a la seguridad profesional, le otorgaban un atractivo innato del que Melissa no se había percatado hasta ese momento.
—Gracias —musitó con voz débil.
—Me gustaría que te unieras al seminario que imparto los martes después de las clases. Está dirigido a alumnos con inquietudes que quieran profundizar en la materia, y creo que tú reúnes las aptitudes.
—Ah, claro. Sí, sí, por supuesto. Muchas gracias.
—Espero verte allí —dijo el profesor con una sonrisa mientras con dos dedos le deslizaba una tarjeta.
Melissa la cogió y esperó a salir de clase para leerla. En ella estaba inscrito el nombre del seminario, el horario, el teléfono y el profesor que lo impartía: Ganiz García.