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El juez De Marcos los aguardaba sentado en una mesa redonda de acero, con tres vasos de agua sobre ella, situada debajo del porche. Con un ademán distraído, los invitó a sentarse. La inspectora lo miró a los ojos para agradecerle la invitación, y vio una mirada inerte, absorbida por el dolor de quien ha perdido a una hija. Una mirada que no miraba.

La inspectora sabía que estos momentos eran los más desagradecidos de su trabajo y que ninguna formación, ninguna prueba, ninguna terapia te preparaba lo suficiente como para afrontar con la frialdad necesaria el interrogatorio de alguien que acaba de perder a un ser querido. Una persona a la cual la ira, la demencia o la venganza de un insensato le ha desarbolado de un cañonazo el mástil que sostiene una de las velas que empuja su vida, la cual ahora navega a la deriva. A pesar de ello, por suerte o por desgracia, Lucía se había tenido que enfrentar asiduamente a situaciones como aquella, y para lo que no te prepara lo suficiente un libro, te instruye la experiencia. A manotazos.

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