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El mar Mediterráneo se vislumbraba a través de la luna delantera del coche oficial. Este torció a la derecha para tomar el paseo Colón, que era un hormiguero de personas de todas nacionalidades y razas transitando por el barrio Gótico. Medio centenar de manteros ofrecían descarados sus ilícitas mercancías a los turistas que paseaban por su lado y que con desdén despreciaban. Pocos se agachaban a inspeccionar el género, que seguramente la noche anterior había sido introducido por el puerto que tenían a sus espaldas procedente de países asiáticos. Julián se los quedó mirando con resignación a través de la ventanilla del coche, sintiendo una punzada de inconformidad en su interior.
El clima inducía a confusión y por las calles camisetas de tirantes se reñían con chaquetas y gabardinas. Era algo común en la Ciudad Condal, sobre todo, en las estaciones de primavera y otoño.
—Es ahí —señaló Guijarro.
Julián aparcó el coche en un camino de tierra que daba acceso a la casa. Volver al escenario del crimen produjo a Lucía un escalofrío que disimuló, profesional, abrochándose la chaqueta. La valla que cercaba el recinto estaba abierta como si ella misma hubiera despejado el camino al esperar visita. Las deportivas que calzaban los dos policías resonaban en la gravilla a cada paso que daban, como si estuvieran pisando los cereales del desayuno.