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Barcelona, octubre 2019

—Hablaré yo. Quédate con lo importante.

Julián Pedraza asintió con la cabeza mientras giraba el volante para embocar Vía Layetana dirección al muelle. A pesar de sus veintiocho años, era el hombre de confianza de la inspectora Guijarro. Solo en los casos que ella decidía le dejaba tomar la palabra. Y los delitos de sangre no eran uno de ellos. Ambos lo sabían, pero Lucía Guijarro no era de las que daban las cosas por sentado y las órdenes, pensaba, por reiteradas que fuesen, ayudaban a acotar el margen del error.

El corte de pelo militar de Pedraza dejaba al descubierto las venas de sus sienes. Esta vez vestía de paisano con una sudadera oscura con capucha, camiseta interior blanca y unos tejanos que sostenían oculta la pistola en su cintura. Gracias a un físico envidiable, sus casi ciento noventa centímetros de altura y su extrema diligencia en el trabajo, Julián no solo había obtenido los mejores resultados en las pruebas de acceso al cuerpo de policía, sino que había logrado ganarse la confianza de la inspectora. Algo nada fácil. No obstante, Lucía se esforzaba diariamente por redimir cualquier mínima deferencia con el chaval, y los refuerzos positivos que le otorgaba se reducían a una ligera palmada en la espalda o un silencio, acompañado de un inapreciable mohín en los labios. Esa era la educación que ella había recibido y que le había ayudado a alcanzar el puesto de inspectora del cuerpo de Policía en un empleo y ámbito laboral tutelado por hombres. Los primeros días en la oficina como inspectora, los tuvo que conciliar con ser el blanco de vulgares miradas de reproche y comentarios con sucintas pinceladas machistas. Un martes a la hora del desayuno agarró por los testículos a uno de los autores delante de todo el cuerpo y, desde entonces, se esfumaron las dudas.

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