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Aristóteles dividía la creación en dos regiones distintas: la terrestre y la celestial. Enseñaba que la terrestre, todo lo que está debajo de la Luna, está compuesta por cuatro elementos básicos: tierra, aire, fuego y agua. Este ámbito sufrió cambios, decadencia, nacimiento, generación y corrupción. En contraste, el ámbito celestial, la Luna y más allá, permanecía eterno, sin cambios y perfecto. Las estrellas y los planetas estaban compuestos por un quinto elemento (del que obtenemos la palabra quintaesencia), conocido como éter. A diferencia de la tierra, el aire, el fuego y el agua, el éter era puro, eterno e inmutable.

Y aunque un grupo de leyes y principios gobernaban la esfera celestial y otro la terrenal, la celestial influenciaba en gran manera los eventos de la Tierra. El filósofo de ciencia Thomas Kuhn dijo, al describir la visión de Aristóteles: “La sustancia y el movimiento de la esfera celeste son los únicos compatibles con la inmutabilidad y la majestuosidad de los cielos, y son los cielos los que producen y controlan toda la variedad y los cambios en la Tierra”.50

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