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Faltaban solo dos semanas para que Teodoro Obiang le diera el golpe de Estado a su tío en Guinea Ecuatorial. Y diez años para que a Stroessner se lo diera su consuegro. Vaya con los dictadores y con sus familiares.

En aquel contexto de euforia, anticipándose a la avalancha de internacionalistas y de comités de solidaridad que luego iban a aparecer, Hernán ve claro en el minuto uno que es el momento de hacer la película que estaba deseando y decide irse a Nicaragua a documentar la revolución.

En poco tiempo lo organiza con unos amigos; hacen una fiesta de despedida en Londres y vuelan hasta Nueva York, donde compran una cámara de cine y un coche con el que emprender el trayecto por tierra a Nicaragua a través de la carretera panamericana.

Después de tres o cuatro días de viaje, a su paso por El Salvador, se va a producir una casualidad que cambiará la vida de Hernán.

Si nos fiamos de cómo se lo contó al cubano José Ignacio López Vigil, ocurrió en los baños en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, la UCA (en la que miembros del batallón Atlacatl ametrallarían años después a Ignacio Ellacuría y el resto de los padres jesuitas). Otra versión sitúa la escena mientras buscaba marihuana en los baños del Hotel Alameda de San Salvador. La variante importa poco; fuera donde fuese, parece que al ir a orinar reconoció en los servicios a Raúl Uzcátegui (las dos versiones lo llaman por su apodo el Negro Grandes Ligas).

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