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Llegaron en auto a buscarnos, apurados entraron sus empleados diciendo que doña Lucinda se moría y que fuéramos inmediatamente porque ella había ordenado. Los chicos ya estábamos subidos en el convertible negro que resplandecía en la noche cuando mi madre nos bajó a los gritos, que nos metiéramos a la casa, hecha una furia, sin los anteojos, erizada como una leona, despeinada y descalza, apenas prendido el batón, y le gritó al chofer lo que escucharon todos los vecinos:

—Dígale a esa vieja que me echó de su casa con mi bebé hace quince años, que me sacó a los gritos diciéndole a su hijo «¡sacame esa porquería de aquí!», ¡que se lleve su pecado, que lo pague, que yo me llevaré los míos, que no la perdono y la maldigo, que ya vamos a encontrarnos en el infierno!, ¡que se le queme la hostia dentro de la boca, pero que a mis hijos no se los doy, ni se los muestro, ni se los llevo! ¡Que se muera cien veces, que voy a darme el gusto de escupir sobre su tumba,… bah… que me recago en ella y en la putísima madre que la parió!

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