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El horario de los autobuses era siempre nocturno al objeto de que los pasajeros pudieran dormir la mayoría del tiempo. Salían a las once de la noche, pero en ningún caso confirmaban una hora concreta de llegada. El estado de las carreteras, los controles, el repuesto del autobús y un pequeño descanso del conductor hacían inviable afirmar con cierta exactitud el arribo a Montpellier.

Daniel se sentía más que preocupado por el estado de Edit; más que inquieto, en el sentido de que tenía la certeza absoluta de que su esposa necesitaría visitar el servicio en más de una ocasión y el sombrío vehículo carecía de él. Un desplazamiento de varias horas, con el cansancio acumulado y la situación sobrevenida, no era el más adecuado para proseguir viaje. Lo comentó:

—¿Cómo te sientes, Edit? —preguntó, a sabiendas de cuál sería su contestación.

—Bastante bien. —Y acercando su voz a la oreja de su esposo indicó—: Casi estoy terminando. Un día más o dos, pero ya estoy con los restos.

—¿Entonces qué os parecería que nos quedásemos a pasar la noche aquí y mañana volvemos a la estación para seguir viaje?

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