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—Estamos listos, papá —afirmó David.

—¿Listos? ¿Para qué?

—Es hora de desayunar.

—Cierto. Lo había olvidado. —Se giró hacia su esposa y preguntó—: ¿Tú cómo estás, querida?

—Bien, bien. Mejor de lo que esperaba.

—¡Estupendo! ¡Venga, vamos al provecho! ¡Necesito un café!

—¡Y yo unos bollos!

La salida había sido prevista para el mediodía. Lucía un sol solemne, como si quisiera dar su beneplácito para disfrutar de los paisajes pretéritos, sombríos e imaginarios, dejados de disfrutar en los últimos días. La naturaleza ponía a su alcance los medios para complacerse de las vistas en una jornada que para la familia Venay tenía el corolario de histórica en su primer asalto. Faltaban más. Y lo sabían. Pero alcanzar la tierra francesa, a pesar de estar ocupada por las tropas alemanas, ya dejaba entrever un cúmulo de posibilidades que anulaban una parte importante de su regresión.

Por primera vez, el convoy salió a la hora programada. Dejar la estación de Ginebra no solo constituía acceder al podio francés, sino concatenar una racha de laureles en la larga marcha sobre la libertad. La despedida no solo ocurrió en los andenes. La despedida fue más que calurosa en su departamento cuando uno de los guardias de fronteras, el de madre española, en su recorrido final de vigilancia y contabilización del pasaje, entró a saludarles y despedirles.

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