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—Fue muy curioso, porque cuando escuchó la palabra Marianistas se quedó parado un rato, como sin habla, estupefacto diría yo. Y luego su actitud cambió: fue menos obsesivo en sus preguntas, más amable, hasta que encontró la menor excusa para despedirse del pequeño paseo informativo —recalcó— que habíamos dado juntos. Es curioso que, cuando subió al vagón porque decía que su esposa no se encontraba demasiado bien, me dio recuerdos para vosotros. Lo cierto es que se fue con tal rapidez que no me dio tiempo ni para darle las gracias. ¿Qué opináis?

—¿Que qué opinamos, hijo? ¡Que eres un genio! —formuló su madre con un convencimiento total, exento de cualquier efecto.

Daniel se acercó lentamente a David con una resumida expresión de admiración, de asombro ante lo que había narrado el chico. Daba por sentado que la conclusión más evidente, más cierta, del cuco Zoltan habría sido el estudio profundo y considerado de aquellas pequeñas frases de su hijo, aunque todas y cada una de ellas seguían en el aire sin detallar: no llegaba a definir el tiempo que habían habitado en Budapest, no llegaba a precisar el tipo de enseñanza recibida en los Marianistas y, por último y como un nexo de unión entre su nacionalidad y conocimientos, las clases de historia de España en la embajada. Solo podía tener una conclusión en su propio análisis: ¡fantástico! Él mismo no podría haber definido mejor una larga estancia en una ciudad, una educación recibida y un hipotético compromiso laboral de un familiar en una legación diplomática donde, obviamente, se le debía suponer su propia nacionalidad. Abrazó a David y lo felicitó por su entereza ante lo que Daniel advirtió que podía suceder.

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