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El tibio sol parecía resentirse de sí mismo y comenzaba a dejar paso a un filón de nubecillas atascadas que parecían haber estado esperando el momento de molestar, a pesar de lo cual hacía frío. David había bajado en mangas de jersey, que no de camisa, volviendo al poco rato diciendo:

—Hace frío. Me pondré el abrigo —continuó—. ¡Ah, papá! ¡Tenías razón!

—¿En qué, hijo?

—Me refiero a Zoltan. Me ha parado durante el paseo…, pero luego te lo cuento. Bajo otro ratito a estirar las piernas y luego subo. Y no te preocupes, que ya le tengo controlado.

—Pero no tardes —gruñó Daniel.

Edit seguía transpuesta y al escuchar el amortiguado grito de Daniel se despertó.

—¿Qué pasa? ¿Dónde está David? —preguntó, angustiada.

—Nada, tranquila. Ha salido a dar un paseo por el andén y no tardará.

—Pero ¿cómo le has dejado ir? —Se molestó.

—Ya no es un niño, Edit. En el tren ya todos nos conocemos. De vista, eso sí, pero nos conocemos.

—Me preocupa Zoltan —manifestó más calmada.

—Sí, sí. Antes de que bajara ya lo hemos hablado. Me ha comentado que le ha parado, pero que ya lo tiene controlado. Luego nos contará.

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