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—Cuenta, David, cuenta.

—Nada raro, mamá. El tío ese me paró y se puso a caminar a mi lado. Me preguntó qué es lo que más me había gustado de Budapest el tiempo que habíamos vivido allí y sobre todo se interesó mucho por el colegio al que había asistido.

—¿Y tú que le has dicho?

—Pues alguna verdad —expuso con cariño—. Que lo que más me gustaba de Budapest era el Danubio porque es el río más bonito del mundo; que habíamos estado mucho tiempo, aunque sin concretar el cuánto; y luego, a la pregunta principal, que es lo que lo dejó boquiabierto, fue el colegio donde recibí parte de mi educación… —Edit y Daniel salivaban a la expectativa del episodio final, aunque después de la pausa de su hijo decidieron mostrar un enorme interés, pero tan solo en signos y miradas. Sin locuciones—. He confesado que fui un largo tiempo a los Marianistas porque mis padres querían que aprendiera inglés y alemán. Y que muchas tardes, en la embajada, recibíamos clases de historia de España.

Sus padres no supieron qué hacer: un aplauso estridente, un abrazo enternecedor, una felicitación cariñosa… Lo cierto es que no supieron qué hacer. Se quedaron callados, silenciosos, mudos por la emoción que suponía el haber transmitido el carpetazo final a una sospecha tácita. El hecho declarado por David de ser un chaval que acudía con regularidad a un colegio de religión católica desmontaba cualquier recelo de los escribas del poder alemán. Un niño no miente, un niño no puede estar aleccionado, no adultera la realidad como pueden hacer los mayores. Y es ahí, en esa quimera armónica, donde las incertidumbres de Zoltan se habrían depurado de una manera total y permanente. Luego David continuó su relato:

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