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Ninguno de ellos supo cómo reaccionar ante un relámpago tan crítico por parte de alguien de las fuerzas de seguridad que había estado con ellos durante un tiempo importante y en ningún momento se había significado como judaico. El momento cobraba vida en cuanto dejó el tren y convinieron que era uno más, uno de ellos, pero que sufría su asfixia y opresión religiosa en un país, en teoría, totalmente libre.

Fue entonces cuando Daniel rememoró las palabras del Ángel de Budapest, quien había estipulado que no podrían portar ningún tipo de documento, como la Torá, que pudiera indicar su religiosidad y, en consecuencia, su origen y naturaleza. Era evidente que el guardia de fronteras se lo había recordado de una manera indirecta, si bien inhumana. Toda su formación y débito se habían convertido en ferocidad en el momento de la despedida. Un adiós con los mejores deseos de buena suerte, pero con el indicativo tácito de no olvidar quiénes eran. Daniel, de cualquier forma, comprendió su compromiso, su recomendación. De manera borrosa pero contundente, aquel hombre les había indicado que les deseaba lo mejor, pero que nunca olvidasen quiénes eran, estuvieran donde estuvieran. Y Daniel recogió el mensaje.

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