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Pensaba Rachel, tal y como le había comentado su padre, David, en una ocasión, que la peregrinación de su familia atávica había sido muy similar a la del profeta Moisés. Porque él y el pueblo judío huido de Egipto, decía, hubieron de vivir en el monte Sinaí durante un año; luego la nube se alejó del tabernáculo y tuvieron que seguirla a través del desierto, pero los sacerdotes, obedeciendo la palabra de Dios de que así los guiaría hacia la tierra prometida, transportaban con rigidez el arca del testimonio. Sin embargo, estaban decepcionados y lamentaban su salida de Egipto. Tenían hambre. Y por eso Yaveh les envió el maná. Pero ellos querían carne y días más tarde les mandó codornices. Cuando llegaron a la tierra de Canaán, que era la tierra prometida, Moisés envió a doce espías al objeto de investigar. Los espías volvieron, pero a pesar de portear vituallas y frutas para los desplazados, indicaron que las gentes de Canaán resultaban peligrosas por su fortaleza física, por vivir en grandes y amuralladas ciudades y por su estatura fuera de lo común. Fue el momento en que la multitud israelita que acompañaba a Moisés tuvo miedo y solicitó regresar a Egipto. El pueblo judío ya no tenía fe en Dios. Ante el desconcierto general, Yaveh se enojó con los hebreos y le pidió a Moisés que los retornara al desierto. A la sazón, Dios les dijo que tendrían que vivir cuarenta años en el desolado arenoso, siendo la conclusión que los israelitas más viejos morirían en las desérticas arenas y los más jóvenes, con fe, alcanzarían la tierra prometida. Y así fue como no llegó a ser. Moisés durante cuarenta años los guio y una vez alcanzó la montaña en la que se divisaba Canaán, con ciento veinte años de edad, indicó el itinerario hacia la tierra prometida y Dios se lo llevó consigo.

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