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El padre de David puso cara de asombro, de extrañeza. Durante los catorce años de matrimonio en ningún momento llegó a pensar, a cavilar, sobre el asunto. Su esposa llevaba su apellido y lo único que los diferenciaba era el nombre propio: Edith y Daniel.

—¡Venayon! —exclamó, eufórico.

De las risas, tanto de su hijo como de ella misma, llegaron a enterarse hasta en los pisos superiores. Y era extraño que en la situación trascendente en que se encontraban alguien pudiera tener el valor oculto de reírse a carcajadas. Daniel les hizo un gesto que definía claramente que deberían silenciar sus emociones y mantener la calma. Así lo hicieron.

Pocos minutos más tarde la familia, en cónclave conjunto, tomó la decisión que le había sugerido la embajada española. A Edith se le retiraría la «h» final de su nombre y tanto Daniel como David se mostraban como nombres propios de indiferencia occidental. Así lo acordaron, además de certificar como válido el apellido Venay para el futuro.

Parecía ser que no había problema, pero lo había. David, a sus casi catorce años, presentaba la imagen de alguien que se muestra obligado a renunciar a toda su infancia, compañeros y cómplices de su adolescencia, para iniciar una nueva vida alejada de todo lo que había sido la suya hasta el presente. Y se sentía mal, contrito, afligido por el presente y pesaroso por el futuro. Tenía constancia de que la decisión que habían tomado se exhibía como la más equilibrada, como la más eficaz ante un argumento que día a día se deformaba en contra de los judíos.

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