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—¿Qué haces? —preguntó alguien a sus espaldas.

—Contemplo esta maravilla.

George Soros, su compañero y amigo, lo contemplaba con un aire de interrogación, como si pareciera tener constancia de lo que la familia de David maquinaba.

—¿Estáis preparando la escapada? —inquirió directamente.

David lo observó con estima, con el cariño de alguien que contempla a su mejor camarada, y de una manera repentina, inesperada y casi sorprendiéndose a sí mismo le contestó:

—Es más que probable. No tengo acceso al pensamiento y movimientos de mi padre, pero hace unos días conversamos sobre la posibilidad de cambiar el apellido familiar. ¿Eso qué te indica?

—Está claro. Os largáis. Y si así fuera, como me imagino que será de improviso, mañana te pasaré la dirección de una tía mía que vive en Suiza. Le escribes, le indicas dónde estás y así seguiremos manteniendo el contacto.

Se acercó a él, le dio un abrazo y se esfumó a la carrera, doblando la primera esquina. No quiso aceptar que David llegara a observar que sus ojos comenzaban a ser surcados por unas lágrimas incipientes.

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