Читать книгу Una casa es un cuerpo онлайн

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Si llamaba en ese momento a mis padres, ellos me alentarían a hablarle, se olvidarían de lo que se habían jurado entre sí y me pedirían que le ofreciera dinero, lo que tuviese, que le pidiera que volviera a casa. Así que apagué el teléfono. Cuando paramos en la estación final, lo seguí fuera del tren hasta la calle, por el simple placer de observarlo caminar. La manera en que se movía contrastaba con la manera en que me movía yo en cualquier época pero en especial en esa, cuando el embarazo me modulaba cada movimiento, volviéndome más torpe y sin gracia. Ni siquiera de chico mi hermano se encorvaba, caminaba con una confianza inconsciente tanto en su cuerpo como en el mundo circundante. Jamás ocultaba los puños en los bolsillos o los pliegues del abrigo, cada mano con la huesuda elegancia de los gatos. Los pies tampoco, los llevaba metidos en zapatillas rotas cuyas suelas estaban empezando a separarse en las puntas. El pelo lo tenía emplumado de grasa y largo, por debajo de las orejas; los hombros parecían estrechos como los de un niño dentro de la chaqueta. Caminamos por la vereda de una calle ancha, luego por el apiñamiento de Market, luego por Eddy, donde las fachadas de los edificios estaban avergonzadas y tristes. Yo tenía dificultades para seguirle el paso, por lo lenta que estaba, y cansada y sedienta. Estaba ventoso pero despejado en el centro con una luz invernal escasa. Me imaginé que estábamos corriendo una carrera, como cuando éramos pequeños, y que en cualquier momento se daría vuelta para sonreírme: mira, te voy ganando. Conmigo apenas unos pasos detrás, parecía imposible que no sintiera mi presencia, pero no se dio vuelta para mirar. Quizá ya no me reconocía, recordaba, pensaba en mí. Pero no estaba tan apenada por mí misma como para permitirme mucho tiempo ese pensamiento.

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