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Pero el Dios santo es también el Dios de gracia, y no permitió que su siervo continuara postrado sin consuelo. Inmediatamente comenzó a limpiarlo y a restaurar su alma, enviando a uno de los serafines. El serafín voló rápidamente hacia el altar con unas tenazas, tomando del fuego un carbón encendido, demasiado caliente hasta para un ángel y se dirigió hacia Isaías.

El serafín presionó el carbón al rojo vivo contra los labios del profeta y los quemó. Los labios son una de las partes más sensibles del cuerpo humano, el punto de contacto para un beso. Pero lo que Isaías sintió fue la llama santa quemando su boca. El sintió el desagradable olor de la carne quemada, pero el olor fue mínimo en comparación con el intenso dolor de la quemadura. Esto fue una misericordia severa, un acto doloroso de limpieza. La herida de Isaías estaba siendo cauterizada, la inmundicia de su boca estaba siendo quemada; él estaba siendo refinado con el fuego santo.

Por medio de este acto divino de limpieza, Isaías experimentó un perdón más allá de la purificación de sus labios. El fue limpiado completamente, perdonado en su esencia, aunque no sin el terrible dolor del arrepentimiento. El experimentó más allá de una gracia superficial y de un simple “lo siento”. El lamentó su pecado, abrumado con angustia moral, y Dios envió un ángel para sanarlo. Su pecado fue quitado y su dignidad permaneció intacta. Su culpa se le quitó sin insultar su humanidad. La convicción que él sintió fue constructiva, no fue un castigo cruel e inusual. Un momento de carne quemada sobre sus labios trajo una sanidad que se extendería por toda la eternidad. En un momento el devastado profeta fue restaurado. Su boca fue purificada; él estaba limpio:

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